Este fin de semana está próxima a concluir la muestra del
artista brasileño Sandro Solsona
en Cal Rosal, muy cerca de Berga. My Holy
friends encaja en un entorno de tintes industriales, un paraje bello
y lleno de contrastes entre la naturaleza y la mano humana, entre el pasado y
el porvenir, la luz y la sombra, la compañía y la soledad, lo vacío y lo lleno, las ruinas y el diseño.
La serie expuesta en Konventzero pone en relación elementos
familiarmente emparentados. Por una parte, palés de madera encontrados y en
desuso, en los que todavía se aprecian las marcas de los materiales que en su
momento fueron apilados en ellos, el peso de las mercancías que tuvieron apoyo en su
base. Por otra, espacios abandonados, de casi almacenaje, vacíos, donde todavía
resuena el eco de algún palé familiar que pudo incluso haber sido apilado,
movido o desplazado en su seno, mientras iba de un lado a otro entre bloques y
embalajes.
Cal Rosal es un
entorno ideal para la muestra, para dejar a la madera explayarse y poner de
manifiesto su detalle, en contraste con el desconchado de las paredes,
portadoras a su vez de su propia historia, incluso del roce con distintos
materiales humanos o industriales. El espacio acondicionado ocupa su desnudez con
unas obras que han elegido ahora la verticalidad, en sintonía con las paredes,
más que con los suelos. La relación permite abundantes transferencias de
emoción y contacto.
No obstante, las tablas son reutilizadas por
Solsona como soporte pictórico. La madera, y sobre todo los nudos y las
irregularidades de esta, profundizan en el detalle de su pintura, se hibridan
con la monocromía y con su virtuosismo en el aerógrafo. Y no solo eso, el
conjunto queda unificado gracias al uso del clásico pan de oro, de resonancias
con la pintura religiosa más fiel a la tradición.
La pintura religiosa fue tradicionalmente portavoz de un
estilo cuya imagen servía
de mediación entre el mundo real de carne y hueso y el trascendente, el de la magia y lo posible. Un mundo eterno de esencias
impersonales. Las técnicas del claroscuro, el destello del pan de oro y los
dorados, la monocromía, las texturas materiales suavizadas, eran fieles
ayudantes en ese proceso de elevar la materia a lo espiritual y a la invisibilidad,
y que estallaban en el punto menos iluminado del espacio.
La contrapartida,
desde luego, consistía en la conversión de todo el conjunto en una simple unidad,
y en la desaparición de los vectores, del diálogo de cualquier imagen, placado
por la veneración, el fetiche y la ausencia de matices singulares y
existenciales. Llegados a un punto, aparecían los santos sin nombre singular, los
nombres de santos de las festividades, los fantasmas.
Sandro
Solsona establece un diálogo con la tradición iconológica clásica, en una sutil inversión de la pintura icónica. La santidad de los
gestos universales desciende a la cotidianidad del gesto
singular, más cotidiano y existencial, conectado con una espiritualidad menos a-temporal y más in-temporal. Los gestos de estas series revisan las poses icónicas
clásicas del retrato y las redirigen en otro sentido: hacia la mirada cómplice
del retrato de origen fotográfico, hacia los ojos del modelo que nos mira, una
decisión que las Iglesias nunca se permitirían.
Introducir un rastro fotográfico en este contexto
resulta atrevido y definitivo, y colocar en yuxtaposición en su cabeza una
aureola trastoca todo el conjunto aún más: no necesita como alternativa la
iluminación, sino el puro ir y venir entre su afuera y su adentro, en una
actividad de puro tránsito.
En su nota a
la exposición, Alfons
Freire se pregunta si sus retratos se nos presentan para la veneración o
para la adoración, si son mediadores de la divinidad inalcanzable o tienen una
presencia inmediata. Me atrevo a decir (y en esto he de confesar que he querido
entenderlo en las propias palabras del artista) que la serie My Holy friends activa un itinerario emocional que aspira a alcanzar el sentimiento
del modelo, el gesto perdido de este en la vida cotidiana, en el collage de
imágenes en el que todos vivimos.
Parece aspirar a rozar la extrema «santidad»
profana y existencial del ser concreto, de sus amigos, anónimos, que han
querido posar ante el artista. Para Freire –no puedo estar más de acuerdo con él–, nos
marca el camino para «reconocer la inconmensurabilidad de cada ser humano», «impide
la comparación y el intercambio» y revela que «cada ser humano es único, incomparable,
irremplazable, protagonista de un espíritu inefable».
El broche lo
ocupa el recipiente en el que están contenidos sus iconos. Están en un entorno industrial, pero sobre todo en un recinto religioso
abandonado, y dentro de una capilla aprovechada,
sin más iluminación que unas velas que ayudan al reflejo del pan de oro con
algún detalle. En ese recipiente puede destacar bien la vaporosidad de la
técnica aerográfica de la que hablan Vicente da Palma y Freire en sus reseñas de la serie, que muestra la permanente ausencia de contacto entre el spray y la madera, el carácter etéreo de la imagen y la acción creativa que ejecuta el artista. El
juego final se encierra en la monocromía donde, en un último impulso, aparece el disfraz de un individuo singular, con cara y ojos, portador de una vida
propia.
Como detalle final, hemos de decir que los amigos santos de
Sandro Solsona tienen nombres, aunque solo de pila, de esos que nos definen a todos parcialmente: Jordi, Pedro, Anna; nombres de pila que solo cobran sentido según los rellenamos nosotros mismos en nuestra biografía, y según son
conocidos y reelaborados por quienes nos dan por existentes, por aquellos para quienes existimos y representamos algo. Ellos son al final nuestros santos mundanos, con los que convivimos y nos relacionamos, los salvadores de nuestro nombre y de nuestro reflejo, gracias a los cuales –e irremediablemente– se mantiene vivo el significado de nuestro propio ser.
Mas
información sobre el artista en Sandro Solsona
Comentarios
Publicar un comentario
Nos encantaría conocer tu opinión o tus comentarios sobre esta entrada. ¡Anímate a intercambiar tus ideas!