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El origen de la imagen y la estética antigua en Grecia (II). La belleza


El equilibrio entre racionalidad e intuición del arte griego antiguo supuso un paso decisivo en la evolución visual de la humanidad. Sin embargo, antes vivió una notable historia, relacionada con uno de los atributos de lo visual, lo bello, la belleza, otra de las determinaciones a las que se orienta la visión directa y la percepción natural (tal vez el reclamo más contradictorio de los sentidos). Desde luego, si bien es posible que las originarias poblaciones griegas de Asia y las islas griegas tuvieran una particular disposición para cultivar la belleza, fue el cada vez mayor contacto con otras culturas, sobre todo con las orientales, el que ayudó a de perfilar la estética de la belleza griega, con la ayuda del esquematismo, el estilo geométrico y la matematicidad representativa presentes ya, por ejemplo, en las civilizaciones egipcia, mesopotámica y micénica. 




Pero no solo eso, tuvo también que fundirse y entrar en conflicto con las aportaciones de los invasores que aproximadamente desde 1200 a.C. introdujeron elementos en principio desconocidos hasta el momento en aquellas pacíficas poblaciones. Elementos como la fuerza, la simplicidad y la pasión fueron introducidos por los héroes homéricos que pusieron cerco a las derivaciones sensoriales de la imagen en unas culturas antiguas, más terrenales y femeninas. Con una especialísima interpretación de la religión, la magia o la superstición, estos ingredientes ayudaron, con su síntesis, a transformar la espontaneidad inicial, pero también a cortar los perfiles de la rigidez ancestral de las culturas antiguas, e inaugurar una actitud estética a todas luces mucho más compleja.

 


En ese sentido, no cabe duda de que una representación idónea de este punto de partida griego de la imagen puede ubicarse en el clásico relato de la Iliada, guerra simbólicamente originada en el intento pasional y mítico de definir la belleza con mayúsculas (la manzana de oro que solo podía poseer la diosa más bella) y de recluir la belleza de la humana Helena en una fortaleza, la de Troya. Después de que un humano deba dictaminar qué diosa es la más bella, la diosa más bella dona un ser singular de esa belleza, para su defensa por los humanos en la tierra. 


El tándem Afrodita-Helena se repliega al interior de un círculo, Troya, pero el orden de la fuerza luchará contra la potencia de la bella geometría. Para responder al premio divino de Afrodita al troyano Paris, la fortaleza de Troya sufrió un acoso que fue defendido y custodiado finalmente en vano por los dioses más cercanos a lo visual y la belleza: Apolo, Eros y la mismísima Afrodita. Como contrapartida, los pasionales, olímpicos e irascibles aqueos tuvieron que someterse a la disciplina de la inteligencia para conseguir doblegar y transformar la custodia de la belleza, y hacer que Apolo se orientase a otro bando.




Sabemos que el desenlace de esta epopeya incluyó una mezcla de astucia, inteligencia y fuerza por parte de los más famosos héroes aqueos (griegos), como Aquiles y Ulises, que habían puesto cerco a la ciudad. Y podemos interpretar perfectamente que los troyanos representaban en este escenario a las originarias culturas griegas, e incluso a la cultura de las diosas madres, y que los aqueos pudieron ser aquí los portadores de las pasiones heroicas y racionales que debieron aportar nuevas influencias continentales y otras más viejas, orientales, algo que había perseverado en el predominio de los dioses olímpicos.

Desde luego, en época de Homero coexistían en los mitos griegos dos géneros de divinidades: las más antiguas, como las de las diosas madres vinculadas a la tierra, las cosechas, la sexualidad y lo dionisiaco, distinguibles en el neolítico, relacionadas con la aparición de la agricultura y seguidas por las gentes del pueblo, y las de otros dioses originados en la edad de los metales, los «olímpicos», violentos y guerreros, vinculados a lo elevado, a las leyes y a los cielos (estos terminaron siendo los patrones de las ciudades). La lucha entre estos dos universos consolidó la complejidad griega que culminaría en Atenas en torno a una cierta victoria inteligente (y no basada en la fuerza) sobre la belleza particular: la victoria de las ideas.


No obstante, cualquier orden en el mundo griego no deja de ser más que pura apariencia. Es cierto que los dos órdenes divinos se fusionaron, pero también lo es que mientras los cultos públicos fueron casi siempre apolíneos, los privados fueron de tipo dionisíaco, y casi puede afirmarse que más bien coexistieron. Apolo asesinó a la serpiente Pitón, símbolo de las viejas divinidades, para entronizar simbólicamente su culto en Delfos, pero existen datos muy fiables de que algunas ciudades griegas fueron reprimidas con violencia para detener sus «excesos» de tipo dionisíaco en algunas de sus manifestaciones religiosas. Existe, además, un interesante parentesco entre el culto a Perséfone, mistérico, dionisiaco, y las kore de la escultura griega arcaica, antecedentes a todas luces de la escultura clásica (apolínea) griega. 
De cualquier modo, a diferencia de lo que habían conseguido los sacerdotes egipcios, los griegos jamás terminaron de unificar su panteón religioso, ni tampoco lograron (aunque los sacerdotes de Delfos lo intentaran repetidamente) que los diversos cultos tuvieran una estructura común. La manzana de la discordia seguía sin duda proyectando su pregunta: Seré para la más bella. 

 
  
En lo que se refiere a la estética griega antigua y a la imagen, conviene desde luego tener en cuenta que la función de la imagen en Grecia era religiosa, al menos hasta que Homero, como «reformador de la religión griega», redujo los dioses a la dimensión humana, a finales del siglo VII a.C. El mundo griego estuvo plagado de imágenes de dioses monstruosos, amorfos, zoomorfos, pero puede afirmarse que el impulso homérico dio lugar al momento en que el ídolo perdió su carácter mágico y se hizo estatua, en conexión orgánica y funcional con la imagen. Poco a poco, culto a culto, de lo privado a lo público y de lo público a lo privado, «el símbolo de un poder del más allá –un ser fundamentalmente invisible– se actualiza, se hace presente en este mundo, se transforma en una imagen –producto de una imitación experta, una sabiduría técnica y de procedimiento ilusionista– que entra desde ahora en la categoría general de lo “ficticio”, es decir, del arte».[1] El arte daba forma a lo informe: Jenófanes y Anaximandro afirmaron que el artista tenía la nueva tarea de dar forma a lo que no la tiene, de procurar a lo informal una equivalencia formal y representar el trasmundo que se separa del mundo.[2]

  
 

Desde luego, a partir del siglo VII a.C. comienzan a perfilarse las figuras de los kúroi, esculturas de jóvenes atletas en plenitud de gracia adolescente. Los korai y los kuroi son los muchachos predilectos de Apolo, con el beneplácito de Zeus pero también de Dionisos, y su estereotipo nos hace ver la manera de interpretar el cuerpo humano desnudo en esta hibridación entre el hieratismo egipcio y la espontaneidad griega. El resultado era tosco, primaveral, con su pregnancia por el culto a Perséfone latente; pero, desde el punto de vista anatómico, mantenían una clara subdivisión en planos, con las líneas geométricas principales trazadas en el pecho, la cintura y la cadera. 


El cuerpo femenino, por su parte, estaba siempre vestido, no desnudo, y con los ropajes cayendo en pliegues paralelos. La forma humana desaparecía en ellas, reducida al cilindro de la estatua. Más tarde, sin embargo, se ajustará, como si la tela estuviera mojada, y marcará mucho más las diferentes partes del cuerpo. Como herencia de la escultura egipcia, la figura está vista desde la frontalidad y hay gran simetría en sus movimientos, pero existe la diferencia de que la figura avanza moviendo una pierna. En cuanto a sus bustos, el cráneo es reducido y su frente aparece reducida, mientras que los ojos adquieren una forma de almendra, inclinados, puestos de lado, como si fueran vistos de frente. Y como pieza destacada por su novedad, la sonrisa arcaica estereotipada que trata de expresar una idea de vida, e incluso de plácida beatitud. Tanto las esculturas de tipo femenino como las de tipo masculino expresan los primeros balbuceos de un nuevo modo de mirar.


Así, la técnica y la evolución de las formas artísticas griegas culminó en la época de Pericles. El movimiento y la sensación, las grandes preocupaciones de los filósofos físicos de la escuela de Elea, Zenón y Parménides, serían muy cercanas a las preocupaciones de uno de sus contemporáneos, Mirón, el primer especialista preocupado por el movimiento y la representación del hombre desde el punto de vista corporal (muy influido por la cultura dórica y los fundidores arcaicos). Asimismo, compartía escena con un segundo maestro también renombradísimo en la antigüedad, Policleto, nacido en Argos, artífice de una austeridad elegante, de una belleza atlética digna de las virtudes apolíneas. El canon de Policleto, como ya vimos en una entrada anterior de este blog, se basaba en la unidad de un dedo y en una proporción total del cuerpo en siete cabezas, una visión especialmente racional.

    
   

Llegados a este punto, conviene poner de manifiesto una cierta estabilidad en el equilibrio, un cierto anquilosamiento apolíneo, algo que paradójicamente coincide con el momento de mayor esplendor de la escultórica clásica griega. Este aspecto afecta directamente a la visión, a la imagen y a la estética, a la «prehistoria» de la estética moderna. A partir del siglo v a.C. se dio una nueva forma de pensar en Occidente basada en una concreta modulación y transformación de la vista. En el pensamiento anterior eran los ojos, y no la mente, lo que configuraba una idea. El número, la armonía, eran un atributo del universo terrenal y celestial, no de un universo abstracto. En griego, eidein significaba «ver» e idea (eideia, o eidos) era la imagen, la forma visible, la manifestación puramente material de la cosa. Fue Platón y la expansión de sus ideas lo que transformó profundamente el concepto: «idea» acabó designando una «forma interior», el modelo, la entidad que estructuraba la pluralidad de las cosas a partir del aspecto de estas tal como son. Del ojo del cuerpo se pasó al ojo del alma, al interior donde se produce la revelación de la idea, modelo perfecto y esencia eterna de la experiencia sensible. Afrodita Urania (hija del conflicto entre el dios del tiempo Cronos y el fértil dios del cielo Urano) vence a Afrodita Pandemos (hija de Zeus y de la diosa madre de la tierra Dione).



El Fedro de Platón detalla el «mito» de las almas que miran a «la llanura de la Verdad», una realidad sin color ni forma, que sólo puede ser contemplada por la inteligencia. El ojo y el espíritu son de la misma naturaleza, la del sol y la luz, atributos de Apolo. El alma halla su camino en la percepción visible de la belleza, que actúa, mediante el recuerdo, como introducción material a lo no material. El trato con esa belleza sensible llevará a intuir la belleza suprema, la inalterable. La belleza visible ayuda al ascenso, desde la hermosura de los cuerpos, a la intuición de la belleza espiritual, en una unión casi mística con la belleza suprema, la luz divina. No es casualidad, por tanto, la referencia al dios Apolo en este contexto de la imagen, pues si bien es cierto que, sin su contribución, la belleza nunca habría resistido airosa el drama homérico de las pasiones humanas, también lo es que mucho antes su figura dominadora lideró, junto a Atenea o Ares, la batalla de los dioses olímpicos contra los gigantes y los antiguos dioses, hijos de Gea, diosa de la tierra. La victoria olímpica enlaza con la victoria filosófica de la Grecia clásica, donde se inscribe el alma en la tradición de los cultos mistéricos órficos y la tradición pitagórica se vinculada con el culto a Apolo. El alma es lo más valioso del hombre y lo que le define en profundidad.


Pero, para Platón, la «auténtica realidad» en sí, algo «esencial» para la imagen, se expresa en uno de sus diálogos, el Alcibíades Mayor. Platón propone una bella metáfora sobre el significado de la vista, relacionada con el almaSócrates lo explica con un símil de la vista: el espejo, como el mundo sensible, nos ofrece una imagen más o menos imperfecta, deforme e invertida, de la realidad y de nosotros mismos, pero el hombre sólo puede conocerse a sí mismo reflejado "ante" otra alma. No resulta indiferente de qué clase de espejo hablamos al referirnos a la belleza y a la imagen auténtica; debe poseer la misma naturaleza de aquel que lo contempla. Este espejo debe ser, por consiguiente, otro ojo, la pupila de un ojo, el espejo que refleja la imagen purificada del que lo contempla. El ojo se ve a sí mismo en el reflejo de la pupila de otro (ojo) de su misma naturaleza. 



Lo bello es bello porque participa de la belleza; así, todo participa de una esencia ideal. Hablamos de una belleza que no tiene concreción ni forma, sino que es luz de la verdad de Apolo. Por el contrario, el espejo común lo mostraría todo no como es en sí, sino según la naturaleza del objeto que lo refleja. Para lo apolíneo victorioso, es necesario que tras lo sensible se oculte algo que no vemos, pero que constituye la auténtica realidad: lo intelectivo. 

El pensamiento platónico dejó al arte y a la imagen bajo una doble estela: en cuanto belleza, nada podía aproximarse a su idea, el arte era una evasión hacia el punto donde se debían borrar las formas. Las bellezas particulares del arte no eran sino sueños vanos: eran sombras de la realidad que se tomaban por la realidad misma. El arte era una torpe copia de la copia. Pero el arte griego, así, no pudo escapar del núcleo del dualismo, de la oposición entre lo dionisiaco y lo apolíneo. El debate quedó servido, y de él seguiremos hablando poco a poco, precisamente ahora desde la mímesis y el trabajo del artista, roles a todas luces conflictivos.



[1] Vernant, Jean Pierre, Entre mito y política, México, FCE, 2002.

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