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Tomás Caballero (2010) |
A estas alturas, como objeto digno de admiración, un libro vale
ya cada vez menos, y los lugares en que se almacena en plural para su producción,
conservación, venta o reventa caen en picado en el proceso de gentrificación al
que está sometida hoy toda la cultura en general. El espacio se vacía para dar
paso a otras necesidades inciertas, en su calidad, su tema, su alojamiento y su
duración. Habitualmente, uno se desayuna ya cada día con los despidos, el
desalojo de viviendas, el cierre de negocios modestos de toda la vida, los
carteles de liquidación en viejas o no tan viejas librerías, el polvo y los
carteles despegados en las viejas puertas de cines y teatros desahuciados, los
recortes, el cierre de editoriales y la congelación paulatina del sector de la
edición, el silencio profesional y creativo...
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Tomás Caballero (2008) |
Esto no es nuevo, no, aunque sí
son nuevas la velocidad, la imprevisión, la incertidumbre y la irreversibilidad
que cobra cada movimiento en el tablero. Y de merienda, entre partida y partida,
tenemos un menú de franquicia o de cadena comercial estandarizada que ocupa buena
parte del menú que tendremos que consumir a partir de ahora. Pues bien, de
entre los almuerzos que últimamente me he ido topando, uno de ellos me ha
tocado la fibra sensible, de una manera especial, tal vez por el romanticismo
que poseen para mí lugares como este, o tal vez porque gracias a espacios como él
pude comenzar a leer de una manera libre.
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Tomás Caballero (2008) |
Ayer supe de viva voz que una de las
librerías de viejo más antigua de Barcelona, de casi 75 años, la librería Canuda, está en trance de liquidación,
a punto de ser vaciada. Y he de reconocer que la noticia me cayó como si de un síntoma
más del final de la historia editorial se tratara. No es que una librería de
viejo sea un lugar muy visitado por mí, como tampoco lo son ya las librerías de
novedades, pero nunca he contenido mi deseo de entrar en su espacio, cada vez
que pasaba por su puerta. Siempre me parecerá necesaria su existencia, como la
de las librerías de novedades, o incluso como la de las bibliotecas, gracias a
las cuales mucha gente ha podido y puede leer sin limitaciones económicas,
apoyada por la garantía de un bien de carácter público y en cierto modo
desinteresado. Estos espacios son necesarios para evitar el último olvido de un
trabajo intelectual que algunas personas ofrecieron en algún momento en el formato
impreso.
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Tomás Caballero (2007) |
Así las cosas, no he podido evitar
conectar el tema con un pequeño libro sobre libros que leí no hace mucho: El
amante de las librerías, de Claude Roy.
Como decía antes, si no fuera por el pensamiento que contienen, los libros no
valdrían nada. Pero resulta que los libros, en gran medida, son precisamente eso,
pensamiento, además de un inmenso trabajo del grupo de profesionales que
consiguen materializarlos en formato legible, para que alguien pueda disfrutar de
su lectura.
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Tomás Caballero (2008) |
En este texto que he citado, Claude Roy nos ofrece un paseo callejero
en el que combina compras de alimentos con adquisiciones de libros, un conjunto
de cosas con las que elaborará su menú y su dieta diaria de vida. En su recorrido
aparecen tanto librerías de viejo como de novedades, y en ellas encontrará unos
objetos que, en lugar de estar destinados a lucirse en una estantería, serán amigos
que lo acompañen, compartan su vida, callejeen y duerman con él, en el cabecero
o a los pies de la cama, en la hierba o en el banco de la calle. Los libros serán,
para él, «más unos amigos que unos servidores o unos maestros».
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Tomás Caballero, Fiestas de Sants. Carrer Finlandia (2010) |
En ese sentido, Claude Roy rescata
con total y clara libertad el fundamento y el misterio de todo libro, el del
pensamiento personal que reside en su interior, algo que le obliga a una
relación personal con los libros, porque él los trataba como ellos le
trataban a él, de persona a persona. Para el amante de las librerías, «los
libros son personas, o no son nada», y asimismo recogen una «pasión inútil», incompatible
con cualquier «utilidad utilitaria» que haría languidecer, uno tras otro, todos
los géneros de escritura y de vida. Los libros, como «todo lo inagotable», no
pueden tener «ningún valor práctico», ni para ensalzarlos ni para condenarlos al
vacío de su desalojo. Y, en ese sentido, las librerías pueden no servir tampoco
para nada, pero no por ello son menos serviciales: contienen un máximo de «obsequiosidad»
imposible de contener en su mínimo volumen, aunque este volumen no sea hoy despreciable,
si comparamos el volumen del papel con el que tiene un disco duro o cualquier contenedor
virtual de la red.
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Tomás Caballero (2008) |
Es cierto que, tal vez, de todos los
objetos culturales, el más democratizado, manejable, postproducible y al
alcance de cualquier ciudadano sea todavía el libro. Al menos en este momento (y creo
que definitivamente por mucho tiempo) es más socializable que una película en DVD o un
CD de música, y no menos que una aplicación de móvil inteligente. Aunque nos
parezca lo contrario, dada la difusión y el consumo de estos otros productos, el
libro todavía contiene un lenguaje común, la palabra, aquella que Claude Roy
personaliza en esas «deliciosas criaturas que la buena naturaleza ha puesto en
nuestro camino a fin de hacernos avanzar en persecución de ellas». Un lenguaje que, a pesar de nuestro medioambiente visual, todavía controlamos socialmente mejor que la imagen.
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Tomás Caballero (2008) |
Esperemos, por tanto, que este y
otros desalojos no conduzcan al libro a la prisión del museo y a la soledad del
taller, como ocurre con algunas otras artes, administradas y dosificadas en cápsulas
controladas. Y, sobre todo, esperemos (y para eso estamos luchando) que la
palabra no sea gentrificada hasta el punto de quedarse vacía para la vida, los amigos,
la inagotabilidad del pensamiento y la obsequiosidad de la escritura que tanto
necesitamos. Quede esta pequeña nota como un modesto granito de arena en ese
empeño.
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Tomás Caballero, Barri de Ciutadella (2009) |
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