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Al otro lado del espejo: Voyager, Marc Angelet. TNC, marzo de 2012

Sonda Voyager
A decir verdad, las historias interestelares no me apasionan a excepción, claro está, de 2001, Alphaville, Blade Runner, Mars Attacks!, La guerra de las galaxias, Expediente X, Star trek... y otras... como a muchos. Pero da la casualidad de que por diversos motivos me he detenido en una de esas historias, y al final, como siempre, suele haber más miga en las cosas de lo que uno piensa. Un amigo me invita a que reflexione sobre ella, otros amigos se suman y creen que merece la pena, aparece una obra de teatro relacionada con la temática y, en medio, se da una fecha de aniversario que completa el evento: 2 de marzo de 1972.

          Este mes de marzo se cumplen 40 años del lanzamiento de la primera sonda Pioneer al espacio, una plataforma encargada de superar los confines de nuestro sistema solar. En cierto modo, ésta sería una cuestión anecdótica e intrascendente para cualquier ser terrestre de a pie, un trámite de técnicos, ingenieros y expertos, si no se tratara casualmente de la primera sonda portadora de información sobre la especie humana enviada con la intención de contactar con algún tipo de vida inteligente fuera de la Tierra. Y ello, que se sepa, no se había pensado hasta ese momento tan efusivamente, ni se había realizado antes en toda la historia del ser humano. Ninguna civilización anterior había tenido una necesidad tan grande (ni medios) para comunicar su existencia a un interlocutor ideal externo a la Tierra: tal vez porque, en su conjunto, ninguna civilización anterior se había encontrado nunca tan sola, ni en tal grado de crisis de identidad, como para hacerse un retrato y enviarlo en una botella al espacio.


        Podemos interpretar así la universalidad ingenua de esa ilusión alienígena oficial de los años setenta, así como el auge de la ciencia ficción en esa misma época, pero también podemos resaltar sus grandes diferencias con nuestro mundo actual, en el cual domina ya lo individualizado y la soledad, un mundo ajeno incluso hacia aquellos posibles interlocutores de fuera de la Tierra con los que otros anhelaban comunicarse. Nos hemos vuelto demasiado extraños, y la sensación de extrañeza y de extranjería terrestre o interestelar ha sido engullida por la industria del terror y de la sospecha: la amenaza sustituye ahora a la complejidad de las relaciones diferenciadas entre seres, tanto a la de los seres planetarios como a las del supuesto cruce interestelar, y todo un ritual de indiferencia sustituye ya a los viejos rituales festivos de felicidad colectiva y universal de los años setenta y ochenta del siglo XX.

    
      Pero si volvemos, no obstante, a aquellos tiempos de imaginario espacial, aquel mundo de los años setenta estaba necesitado todavía de un interlocutor a quien mostrarle una cara amable, tanto en casa como afuera, alguien capaz de calmar con ello la desesperación de los desastres repetidos en nuestro planeta tras la primera y la segunda guerras mundiales, el escenario nuclear de los bloques y el desastre colonial que obtuvo su manifestación ejemplar en la guerra de Vietnam, entre otros muchos escenarios y guerras modernos que, no obstante, han seguido asolando Asia, el Medio Oriente, África y otros países del mundo hasta hoy. Era venerable aquel reto de enviar una muestra de diálogo al espacio de lo posible, y de prepararlo y dirigírselo a un interlocutor familiar a los emisores, intentando evitar el colapso del desacuerdo, de las diferencias que pudieran confundir o herir al receptor, de aquello que pudiera conectar con algún tipo de diferencia que rompiera con la conexión. Un intento que, desde luego, desapareció de la faz de la Tierra y murió en la década de 1980, tanto por su irrealidad, porque era casi imposible encontrar un interlocutor isomorfo e idéntico al ser humano, como por terror a lo desconocido, porque la imagen posible de ese contacto interestelar comenzó a ser demasiado cercana a la diferencia, realmente cercana a la convivencia entre diferentes, a la superación de la extranjería galáctica, algo que, de rebote, podía abrir la puerta a la necesidad de comunicarse entre diferentes en la Tierra, a la universalidad de la extranjería terrestre.


       Era aceptable una comunicación universal e interestelar entre idénticos, pero no entre diferentes. Y, puesto que no se dio la posibilidad de una comunicación recíproca de idénticos, ni en la Tierra ni fuera de la Tierra, y nadie se dio por aludido respecto a ese aspecto de la comunicación directa ideal, intercultural o neutra, es decir, muerta ya una posible comunicación entre iguales, o entre diferentes con intenciones de entenderse, el pensamiento neoliberal invitó al mundo de la soledad, la individualidad, la sospecha y la vigilancia, a que proliferara capitaneado por la libertad de los individuos más fuertes y con menos escrúpulos. (Puesto que nuestras diferencias son incomunicables a otras diferencias, sálvese quien pueda.)


Pues bien, en medio de esta situación, encajan los intentos que hasta la década de 1980 escenificaron una imagen de la conciencia planetaria en la cual se pretendía la autoafirmación o el contacto comunicativo con el exterior, pero que al final llegaría a ser sumamente cercana a la relación propagandística o publicitaria más típica de la vida terrestre. Así, en 1977, la NASA encargó al astrónomo Carl Sagan una nueva tanda de mensajes (tras la enviada con la sonda Pioneer 10) para las nuevas plataformas que debían mostrar a las posibles culturas extraterrestres (sin duda, con el consentimiento implícito de nuestra misma sociedad planetaria, es decir, como mensaje de una sociedad que, en su calidad de emisora, era también remitente y firmante del manifiesto) una imagen de sí misma más profunda que la bidimensional: ahora en los planos fotográfico, sonoro y lingüístico: el mensaje consistiría en una muestra de cómo era la vida y la cultura en la Tierra: no sólo comunicaba que «existimos», sino «nuestras virtudes».

            Las sondas Voyager 1 y Voyager 2 llevaron al espacio un mensaje elaborado por expertos, que, en sólo dos meses, seleccionaron 118 fotografías, 90 minutos de música, saludos en 55 idiomas humanos, una muestra del lenguaje de las ballenas, un poético saludo del secretario general de la ONU y el esquema de las ondas cerebrales de una joven mujer enamorada. Este intento culminaba el llevado anteriormente a cabo por las mismas personalidades (Carl Sagan y Frank Drake) en la sonda Pioneer 10: en 1972, se dio el primer intento de mostrar una imagen de la humanidad a inteligencias no terrestres con una placa de formato bidimensional incorporada en la misma sonda, como un anuncio de valla publicitaria.

        

       Así, la sonda Pioneer 10 llevaba un mensaje destinado a las formas de vida inteligentes con las que pudiera encontrarse en su largo viaje a través de la galaxia, pero más bien indicaba solamente quién era el remitente, dónde vivía, cómo era y cuales eran las características físicas de su vida y de su medio (contenía un dibujo de un hombre y una mujer muy sesgado y precario, un mapa de nuestro sistema solar y otros símbolos que quizás podrían ayudar a las inteligencias extraterrestres a interpretar el mensaje y a entender quiénes fueron los creadores de la nave espacial y dónde residían). El mensaje de la Pioneer no era, desde luego, tan extenso y detallado como el de las Voyager 1 y 2, aunque cumplía el papel de un saludo y de un contacto con otras civilizaciones del cosmos menos cargado de información maquillada. Digamos que no estaba pensado para la estrategia y la diplomacia interestelar, para defenderse de posibles amenazas de un interlocutor poco abierto o receptivo, o poco fiable. Es posible que las autoridades planetarias repitieran en las segundas sondas la vieja escena de los conquistadores: buscar el guiño de los jefes de la tribu extranjera, no dirigirse al receptor concreto, al individuo anónimo o singular... (No puedo ni imaginarme los codazos entre jefes para camelarse al capitán del destacamento alienígena...) De todas formas, es cierto que los intentos de las Voyager incluían ya tal vez una cierta desconfianza, una reserva, un cierto alarde de caudal de conocimientos destinado a producir respeto o quizás también alerta en el receptor. Hay un paso como desde la tarjeta personal galáctica hasta el currículum y la competencia interestelar.

         En este contexto general es en el que podemos insertar la obra Voyager, de Marc Angelet, representada en el Teatro Nacional de Catalunya durante este mes de marzo. En ella destaca de manera contextualizada y documental cómo se escogieron los contenidos almacenados en los discos de información de las sondas Voyager, quiénes formaban el equipo y cuál fue el proceso de selección de la música, las fotos, los sonidos y toda la información que viaja todavía en ellas a través del espacio. La acción de la obra transcurre en una sala de la estadounidense Universidad de Cornell, donde dominan en el ambiente las dudas y las presiones que rodearon las reuniones coordinadas por el astrónomo Carl Sagan. Se trataba de definir qué es la Tierra, qué somos nosotros, qué se podría mostrar del mundo y qué se debía esconder de él, qué se quería y qué se debía contar, qué era imprescindible y que no... Una reunión que terminó decantándose en cómo influyen las circunstancias personales y sociales en la forma de ver la realidad, y cómo influyen en quien selecciona cualquier material comunicable.



Dice el director de la obra que el 80 % de lo que se cuenta en Voyager es verdad, pero la obra también tiene un cierto aire de ciencia ficción que juega con otro hecho real de la misma época: la recepción por parte del Instituto SETI, dedicado a la búsqueda de inteligencia extraterrestre, de una señal («WOW») no identificada, cuyo origen sigue siendo todavía un misterio. No sin dudas y presiones, Carl Sagan y los expertos de la Universidad Cornell tuvieron que enfrentarse, en definitiva, a problemas tan relevantes como el de saber en qué puede consistir «la construcción de un mensaje»: cuáles son las dimensiones relevantes en la comunicación, qué tipo de lenguaje es el fundamental, cuál y cuánta es su capacidad estética, qué espacio debe ocupar la parte informativa y qué espacio el resto... E, inmediatamente también, a la pregunta de si los contenidos políticos y documentales se pueden comunicar abiertamente, de si el disenso es un elemento comunicable (sin él sólo se da en el mensaje una nota general, una perspectiva en definitiva parcial y sesgada de los elementos…). La obra de Angelet muestra, además, cómo a veces se necesita comunicar mal, omitir voluntariamente la información, y no sólo por las limitaciones de nuestro lenguaje. La comunicación es una estrategia, que banaliza para seducir, que invalida información para no tener problemas. La comunicación se plantea la posibilidad y la duda de hasta qué punto cualquier elemento escogido mostraría una diferencia con los interlocutores y hasta una posible agresividad entre ellos.

       
          La obra Voyager pone de manifiesto, a través de la fórmula del teatro documental y de un ejemplo histórico bañado de elementos de ciencia espacial, thriller y ciencia ficción, la necesidad de reflexionar sobre los componentes que dan cuerpo a cualquier tipo de comunicación universal, y no sólo con respecto a la de una supuesta estructura común, válida para cualquier tipo de vida fuera de la Tierra, sino con respecto a nuestra propia civilización y a las diferencias que en ella se dan. Es necesario volver ahora al punto originario que supuso la sonda Pioneer 10, al momento en que comenzó a ponerse en cuestión la comunicación entre iguales y comenzaba a abrirse el terror a que el «otro» llamara a la puerta, tanto desde fuera de la Tierra como desde dentro de ella. El verdadero temor de las autoridades era el «otro» que comenzaba a nacer en el mundo poscolonial de los años setenta, cuya proyección estelar cobró la figura del alienígena. Reflexionar sobre la comunicación tiene sentido hoy no sólo con respecto a algunas inteligencias externas que puedan recibir nuestra imagen y ayudarnos a sanar nuestra autoestima, sino con respecto a las propias personas que nos rodean en nuestras ciudades y en nuestros recíprocos países de interrelación. Con los extraños es con los que podemos mostrarnos hoy, y con los que podemos hacer que nos muestren los aspectos que los caracterizan, superar el terror que nos ofrecen.
         Al margen de si existe vida inteligente fuera de la Tierra, y de si nuestros mensajes podrían ser recibidos y transcritos por unos receptores de fuera de la Tierra, hemos de decir que quienes más probabilidades y urgencia tenemos de encontrar a las sondas Voyager… somos nosotros mismos. Es posible que la tecnología del futuro permita a los seres humanos alcanzar de nuevo las alejadas sondas, que serán extrañas para la civilización contemporánea que las recupere, pero, en ese caso, quedarán simplemente convertidas en cápsulas del tiempo del año 1977, sordas para el espacio, pendientes de resolver su interpretación (como la señal «WOW»). Tenemos un grave problema de oídos y un concepto monolítico de la comunicación. Por eso, el recuerdo (la sonda más vieja de todos los tiempos) nos llega ahora, después de 40 años, y nos plantea la necesidad de un nuevo modo de ver cómo somos, qué queremos y qué podemos comunicarle al otro que vive al otro lado del espejo: un otro que está en la habitación de al lado. El modelo del «otro» es el que puede servir a nuestra comunicación, y el silencio del «otro extraterrestre» y de la ceremonia de confusión y de miedo de nuestro planeta nos llevan de nuevo al centro de nuestro mundo, al diálogo con el silencio del otro diferente, el de la mismísima superficie terrestre.

Más información sobre la obra Voyager y trailer de la representación: http://www.tnc.cat/es/voyager/

Muestras de fotos realizadas por las sondas Voyager y de algunas músicas que viajan en ellas: http://euterpesspiritus.net/?p=372

Comentarios

  1. Interesante tu reflexión sobre la (ilusoria) comunicación entre iguales, esa utopía que en el fondo no fue más que una competición entre grandes potencias; quizá detrás de todo ello hubiera una auténtica apuesta científica o incluso el sueño de poetas bien pagados que imaginaran el cuento de hadas de comunicarse con otros seres en la inmensidad del universo, de hallar interlocurores alienígenas. Y muy interesante también tu conclusión.
    Un abrazo.
    Albert

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