La llamada necesaria de la memoria lanza de regreso a una joven brooklynesa de origen palestino a Jaffa, pueblo donde antes de la nakba sus padres tenían unas tierras y un hogar que hoy son propiedad de una casual ciudadanía israelí. La espiral de ese retorno encuentra la desaparición de sus raíces bajo un suelo de hormigón, parcheado con grandes espacios, campos y solares de tierra removida en que conviven el hierro oxidado, los restos orgánicos y las baldosas de un pasado a todas luces documentado y documental. En esta película, me ha parecido ver que esa tierra revuelta y removida rompía las raíces de un pueblo para desaparecerlo y tapar la posibilidad de su pasado, y no sólo para forzar el éxodo de su cuerpo, sino para asentarse sobre el espacio vacío de su ausencia completa. He visto también a ese otro pueblo que ha suplantado su espacio y que ha sido transplantado en su lugar, ése que no consigue echar raíces tras erradicar todos los componentes de la tierra que podrían recibirle, su humus y sus materiales, los elementos con los que podría refundarse. Ha creído suficiente con reconstruir un pasado remoto artificial, culminado sobre una elegante base de hormigón, tan sólo con la esencia del mito, sin el rato sensible, doloroso y real del tiempo, solo con los fragmentos esenciales del texto, escogidos al azar, con una deseada pero más bien imaginada época dorada.
Pero sólo ha quedado un triste jarrón con flores cada vez más mustias, enfadado y suelto. Y fuera un montón de cicatrices cada vez más tensas, cada vez más hirientes y punzantes, deseosas de rozarse con una tierra que les calmaría, vivas y vigorosas, no obstante. En fin, no hay memoria que pueda salvarse del vacío sin el reflujo de las heridas, sus conflictos, el roce con el pasado no reducido. No hay memoria que no sea pesadilla sin ese duelo que acepta el origen del otro, la necesidad incuestionable de su historia, su simultáneo porqué. No hay raíz que no se pudra sin rozarse con la tierra en que se instala. Hasta las piedras le producirían envidia, porque las piedras son más bellas y están más llenas de vida que los jardines de cemento. Ese es el viaje que nos ofrece La sal de este mar, el enlace en que, como dos piezas gemelas, a través de pasos fronterizos, puertas de control individual y registros, se encuentran el pasado y su tierra; y el imposible encaje, también, motivado por quienes permanentemente buscan hilos de sutura para cortarlos. Tenemos un gratuito jarrón semivacío que se luce frente a unas plantas arrancadas y arrojadas para morir al sol.
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