En las últimas décadas, salvando la gravedad y la lentitud del pasado, sobre todo del pasado antiguo, el tema de las tierras de origen ha quedado convertido en un asunto caduco, mantenido todavía como tema de importancia sólo por algunos exagerados, incluso histéricos, a juicio de los opinadores más alegres y volátiles. Parecería que bastase con una maleta, con el éxodo, con el cambio de localidad, para que ese alguien trasladado al nuevo lugar quedase instalado automáticamente en el sitio de acogida, sin memoria, ni abono, ni problemas de llegada; y del mismo modo, bastarían sólo ganas y ninguna expectativa de incompatibilidad para volver a hacerlo de nuevo, y siempre que sea necesario, como almas que se dejan llevar por el viento. Al fin y al cabo, este es el presupuesto de la aventura contemporánea, la movilidad de la libertad de oportunidades moderna.
En ese sentido, asimismo, veladamente, parecería también que el exilio también es de provecho, a pesar de que se deje una parte de la vida atrás, espacial e históricamente, casi de piel, teniendo en cuenta que la tierra es tan poco interesante que ni siquiera interesará al que voluntariosamente se instale inmediatamente en ella, cuando el que se va, por voluntad o por necesidad, la deje libre. Nada es tan difícil para el que coloniza, ni nada tan fácil para el que se va: la felicidad es el frenesí de viajar, porque las llegadas son siempre bienvenidas, y las despedidas nunca tristes, sino más bien un signo de esperanza y promesa, al menos a juicio del turista occidental. ¡Qué felicidad veloz! Pero nada parece ser así. Basta con observar a simple vista los telediarios o analizar un poco los resultados de los procesos de descolonización del siglo XX para darse cuenta de que no sólo no es un paseo o un gusto dejar atrás la tierra de origen, sino que a veces es una obligación tras la cual tampoco se gana una tierra prometida, de presente o de esperanza, ni una nueva patria de acogida. Da igual cómo queramos imaginarnos fantasiosamente el proceso de refundación o de nueva indiferencia, la ligazón entre materia y memoria sigue sin perdonar en el siglo XXI, y me temo que cada vez será más necesario hacerse cargo de todos los centrifugados territoriales que se están cometiendo en nuestro mundo.
Hay múltiples casos en la actualidad, pero al hilo de algunas películas y de algunas lecturas con las que me he cruzado últimamente, no he podido dejar de plantearme este dilema, sobre todo en dos de los casos más fuertes de nuestro presente comunicativo contemporáneo: Palestina y el Sáhara Occidental, que pasaré a ejemplarizaros en los siguientes post.
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