Una de las cuestiones más difíciles del arte contemporáneo, derivada de su relación con la autonomía, reside en algo tan simple como el montaje y desmontaje de las instalaciones: su límite, su continuidad, su permanencia fuera de la acción en vivo, lejos de su puesta en escena, lejos del lugar en el que se ubicaron. ¿Nos seguirán hablando sus piezas embaladas y apiladas en almacenes, o quedarán sometidas a un opaco silencio que las desarticule? ¿Volverán a decirnos algo fuera de su actual emplazamiento? ¿Lo harán o quedarán engullidas en su arquitectura inicial? He aquí la importancia por parte del artista contemporáneo de contemplar ese aspecto, más allá de la cresta del impacto de su primera exhibición, o de su primera oleada.
Antes de la expansión de las instalaciones, el arte hacía gala de la portabilidad, aunque de paso complicara su resistencia ante el fetichismo y la masificación, y redujera claramente sus posibilidades de fundirse con el espectador, con la vida cotidiana, con el mundo mismo. En el arte contemporáneo, por el contrario, casi fundido en la vida, a menudo está contemplada la resistencia a los embates y efectos del tiempo, y no simplemente su visibilidad, su efecto momentáneo. El verdadero reto es el problema de su desplazamiento, de su efimeridad y de su complejo montaje y desmontaje. En algunos casos incluso resulta una imposibilidad estructural, hasta el punto de no poder volver a reconstruir jamás de nuevo la obra.
Es el caso de un trabajo que hace casi un año se realizó en la Tate Modern de Londres, y del que pude ver todavía a principios de este verano las huellas, ya cicatrices, marcadas en el silencio de su espacio de exhibición. Esta curiosa instalación produjo un gran impacto en el público, y no sólo de los especialistas, pues consistía en una impresionante grieta en el hall de entrada al museo, practicada sobre el propio suelo de cemento del edificio. La obra era una apuesta de fusión con la estructura que la acogía, integrándose en su espacio, pasando a depender directamente o indirectamente de él. Gracias a ese efecto, movía los cimientos del arte al tiempo que renunciaba por completo a la portabilidad, disolviéndose en la institución para poner todo en cuestión.
Nunca se podría poner mejor de manifiesto la importancia del soporte en el arte, y la relevancia de un necesario diálogo desde él con las instituciones. La mayoría de las obras conceptuales, por ejemplo, dedicaron en su momento un tiempo precioso a la documentación, al archivo y a la conservación de las piezas utilizadas en sus intervenciones, y gran parte de su enigma se revela en el interés actual de releer su mensaje.
El caso de la grieta Shibulek es un tanto especial: uno no sabe muy bien si se pensaron sus elementos para autodestruirse después de su exhibición, o si su propio desmontaje formaba parte de la obra en el modo de la cicatriz —el museo tapó la grieta con gruesas capas de cemento sin pulir, no se sabe si con intención de mantener un recuerdo amateur de la obra, o con el desinterés de no darla por finalizada—.
En mi caso, el falso desmontaje me despertó ciertas contradicciones: ¿quería decir su cicatriz que ya no había división entre mundos, que todo había mejorado ya en ese tiempo entre grieta y cicatriz de cemento? Ni creo que quisiera ni creo que pudiera decirlo: sigue la crisis, sigue la guerra. La grieta Shibulek marcaba las diferencias sociales, económicas y culturales del mundo que vivimos; de modo que lo idóneo sería que se hubiera mantenido como exposición permanente, o al menos que se taparan todas sus huellas para mantener la imagen de la grieta viva en el recuerdo y dispuesta para volver a ser exhibida. La grieta se entregó estructuralmente a la Tate, y ésta, una de las grandes instituciones del arte contemporáneo, la convirtió en una cicatriz terrible y retro de difíciles interpretaciones, en una llaga que disimuló su potencia. Es posible que la artista esté contenta, muchos no lo estarían.
Ahora, cuando el verano declina en esta ciudad costera del Mediterráneo y se anuncia una fría temporada de crisis, me pregunto si alguien ha estado en la Tate últimamente, si me puede confirmar la terrible cicatriz del segundo museo de arte contemporáneo más importante del mundo que me ha dejado seco este templado verano. Sería feliz escuchando simplemente que ya no queda cicatriz, que han pulido su tosco cemento (aunque sueño con que la abran de nuevo, porque no puedo soñar con que ya no sea necesaria).
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