Bolsas de vida centenaria
Desde los tiempos de Ulises hasta hoy la imagen de la superficie terrestre ha cambiado mucho, y la aventura contemporánea del viajero no se expone ya a un mundo completamente incierto, repleto de recodos y cantos de sirena, dominado por la incertidumbre ante los misterios del vasto mundo que podríamos considerar extramuros. En nuestro mundo «global», ya no hay nada que esté a más de un día y medio de distancia, y a menudo, a más de un clic. Tal vez por eso sea tan difícil hacer algún tipo de incursión cuidadosa en las zonas de claroscuro que protagonizan los viajes actuales, en esos puntos en que se cruzan de modo discontinuo las civilizaciones y los ritmos biológicos.
Desde los tiempos de Ulises hasta hoy la imagen de la superficie terrestre ha cambiado mucho, y la aventura contemporánea del viajero no se expone ya a un mundo completamente incierto, repleto de recodos y cantos de sirena, dominado por la incertidumbre ante los misterios del vasto mundo que podríamos considerar extramuros. En nuestro mundo «global», ya no hay nada que esté a más de un día y medio de distancia, y a menudo, a más de un clic. Tal vez por eso sea tan difícil hacer algún tipo de incursión cuidadosa en las zonas de claroscuro que protagonizan los viajes actuales, en esos puntos en que se cruzan de modo discontinuo las civilizaciones y los ritmos biológicos.
Enrique Mestre-Jaime nos sitúa de nuevo en la trayectoria de un viaje, pero esta vez no en la grieta divisoria de un continente, en el curso de un viaje por el ritmo natural del agua, paso a paso, entre las costuras de la sequía y la frondosidad. El agua marina es ahora el puente desde el que se llega a uno de los pozos esponja de la vida en el planeta: el archipiélago de las islas Galápagos. Un viaje a su interior, a través de velos, capas y oquedades. Esta nueva serie suena a Darwin, y tiene algo de esos viajes que, lejos de incursiones rápidas y de tesoros relucientes, traídos en cofres y abiertos sólo a la vuelta, siguen la estela de observación continua de los detenidos viajes de estudio, guiados por cartas de navegación y bitácoras detalladas, al modo del viejo Beagle y del Darwin del Origen de las especies. Nada de ángulos, disecciones y absorción, y sí mucho de observación atenta, conservación, escucha del eco y cuidado de los aljibes de la tierra.
Geografías del agua
Aljibes de vida en el horizonte
El rigor extremo de la temperatura en el ecuador puede secar la mirada del viajero, acentuar los colores o desdibujarlos, generar velos y bolsas de bruma en cuyo interior se sospecha la vida; pero, para acercarnos, hemos de atravesar la imagen de los fantasmas que a contraluz se desdibujan en el horizonte, la luz del espejismo, del trayecto onírico que se superpone a nuestra mirada. Y una vez dentro, a un palmo de la vida acorazada por las texturas y las capas, la bruma desaparece, el sueño queda penetrado y no queda de la bruma sino la juventud del pozo de agua vegetal, su esponjosidad: unos conjuntos de esculturas irregulares que puntean el paisaje ensimismadas.
Ante nuestros ojos quedan, entonces, células lentas y ajenas, caprichosas estructuras celulares que pincharán si llega el caso, la pasión de los rápidos. Las superficies de esta serie de telas de Enrique Mestre-Jaime, llamada «Geografías del agua», son recipientes: bolsas de luz, aljibes espinosos, tejidos celulares a punto de gestar, caparazones llenos de historia, ojos llenos de profundidad que han visto durante mucho tiempo y que sirven de espejo a la paciencia de quienes los miren. Bolsas que transmiten la impresión del punto de partida de todo y que parecen contener una profunda y transparente verdad. Sus cactus se convierten en arquitecturas fibrosas que dan paso a las profundidades del almacén del agua y de la historia biológica.
Así, en algunas de las telas de esta serie existen puertas para acceder al interior de la arquitectura: en esos casos, al uso habitual de capas de profundidad, de heridas en el lienzo que nos conducen a una profundidad anímica evocada por el artista, éste ha añadido fragmentos de collage que invierten su tradicional función de ventana hacia afuera de la tela, para convertirse en texturas que dan relieve e invitan a entrar por sus grietas al interior de las oquedades, no siempre dulces. Estas mínimas piezas de collage no han sido encontradas, sino reencontradas por el artista en su propio taller, como recuerdos recuperados o caídos en la cuenta de sí mismos. Son llaves que hacen volver sobre uno mismo y que nos entrelazan con las otras dos series de su nuevo trabajo, realizadas en papel, donde se repiten tal vez con mayor profusión.
Paisajes de la calma
Ante nuestros ojos quedan, entonces, células lentas y ajenas, caprichosas estructuras celulares que pincharán si llega el caso, la pasión de los rápidos. Las superficies de esta serie de telas de Enrique Mestre-Jaime, llamada «Geografías del agua», son recipientes: bolsas de luz, aljibes espinosos, tejidos celulares a punto de gestar, caparazones llenos de historia, ojos llenos de profundidad que han visto durante mucho tiempo y que sirven de espejo a la paciencia de quienes los miren. Bolsas que transmiten la impresión del punto de partida de todo y que parecen contener una profunda y transparente verdad. Sus cactus se convierten en arquitecturas fibrosas que dan paso a las profundidades del almacén del agua y de la historia biológica.
Así, en algunas de las telas de esta serie existen puertas para acceder al interior de la arquitectura: en esos casos, al uso habitual de capas de profundidad, de heridas en el lienzo que nos conducen a una profundidad anímica evocada por el artista, éste ha añadido fragmentos de collage que invierten su tradicional función de ventana hacia afuera de la tela, para convertirse en texturas que dan relieve e invitan a entrar por sus grietas al interior de las oquedades, no siempre dulces. Estas mínimas piezas de collage no han sido encontradas, sino reencontradas por el artista en su propio taller, como recuerdos recuperados o caídos en la cuenta de sí mismos. Son llaves que hacen volver sobre uno mismo y que nos entrelazan con las otras dos series de su nuevo trabajo, realizadas en papel, donde se repiten tal vez con mayor profusión.
Paisajes de la calma
Recipientes de papel
El papel, como si el soporte empapado fuera a su vez el recipiente que guarda en su interior el líquido expresivo, nos conduce por canalizaciones ramificadas, y llegamos al lugar en que se reconocen los signos de la vida. Estamos en el corazón líquido de la vida celular, donde la esperanza busca salida hacia la superficie. Hemos atravesado fisuras y huecos para llegar a inesperados universos de vida y de agua, a mundos posibles que fluyen en los diferentes espacios cóncavos de los interiores, donde aquella se queda recogida, sujeta, y fluye o emerge esperando encontrar poros en la vida.
El papel, como si el soporte empapado fuera a su vez el recipiente que guarda en su interior el líquido expresivo, nos conduce por canalizaciones ramificadas, y llegamos al lugar en que se reconocen los signos de la vida. Estamos en el corazón líquido de la vida celular, donde la esperanza busca salida hacia la superficie. Hemos atravesado fisuras y huecos para llegar a inesperados universos de vida y de agua, a mundos posibles que fluyen en los diferentes espacios cóncavos de los interiores, donde aquella se queda recogida, sujeta, y fluye o emerge esperando encontrar poros en la vida.
En este caso, las piezas fragmentadas de collage que salpican sus superficies parecen hacer de cubiertas de esas bolsas líquidas, de tapones de los aljibes de papel elegidos por el artista, de puertas de acceso a ese cuidadoso proceso de llenado que ha ido llevando a cabo sobre cada una de esas superficies. Tras una capa líquida, un proceso de llenado, y en cada textura, en cada porosidad, un volumen de tinta o de acuarela, una suma de sustancias expresivas absorbidas según su propia y característica simpatía. Aquí, los fragmentos de collage nos llaman la atención sobre el volumen, sobre su particularidad de piel o superficie de algo con un interior, sobre la curvatura del papel lleno de expresión.
«Paisajes de la calma» es el depósito de la impresión que le ha dejado el paisaje biológico y humano de las Galápagos en sus sentidos, es su lado más nocturno, memorístico y expresivo, retenido con intensidad sensible en el volumen del papel.
Quietud blanca sobre papel
«Paisajes de la calma» es el depósito de la impresión que le ha dejado el paisaje biológico y humano de las Galápagos en sus sentidos, es su lado más nocturno, memorístico y expresivo, retenido con intensidad sensible en el volumen del papel.
Quietud blanca sobre papel
Una de las oquedades de las islas esponja del archipiélago de las Galápago se encuentra repleta de experiencia, de años y de biología acorazada, y parece hablarnos del destino de la mano de unos ancianos centenarios que nos observan con mirada irónica y curiosa, y nos interrogan sobre nuestro saber.
Esta otra serie sobre papel nos abre al tesoro de los caparazones y a la quietud de su sabia mirada, sin necesidad de disecciones. «¿Qué más necesitamos saber?», parecen preguntarnos las profundas miradas de esos rostros arrugados y curiosos. ¿Cuánta más información se necesita para conocer el mundo y los misterios de la vida? La sonrisa de la tortuga parece decirnos que el destino es la quietud, la lentitud, la asimilación del tiempo, la digestión del saber. Y la calma queda contenida en el ejemplo de la bolsa de vida por antonomasia, el caparazón. Más acá del desove está la carga asimilada: la tortuga de Darwin muestra claramente cómo en el caparazón de la lentitud cabe toda la historia, desde el presente hasta el origen. Y que el saber del caparazón centenario nos conduce al contenido de todo caparazón: el respeto de los depósitos de la vida.
La serie «Geografías de la calma» nos lleva, desde el aparentemente árido paisaje de las Islas Galápagos, hasta el interior de sus bolsas de vida milenaria, y de ahí hasta la profundidad expresiva y emotiva del artista, decantada y envasada en cuidado papel. Uno de los poros de salida a la superficie de su obra lo protagoniza curiosamente uno de los seres vivos más ancianos y más longevos de la Tierra: el animal que da precisamente nombre al archipiélago donde ha comenzado este nuevo viaje de introspección artística: el jurásico galápago.
Más información sobre Enrique Mestre-Jaime
http://edictica.blogspot.com/2008/04/baobab-enrique-mestre-jaime.html
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