Ayer vi, juntas, tres películas que se remiten una a otra y a su vez se excluyen: Amor, Libertad, Juventud. Justo en ese orden construyen la diacronía: al principio es el amor; después la libertad se vio a sí misma truncada, y finalmente, decide la juventud. Tiempos de amor, la primera, se ubica en 1966, y es cronológicamente posterior a Tiempos de libertad, la segunda.
Por último tendría que decir que he visto, pero que también he escuchado, tres canciones en el mismo orden: la primera era una balada de rock de cuerpo entero; la segunda, una coral pianística y de planos medios cargada de razones dramáticas; la tercera, una melodía pop-grunge de primeros planos en un marco de claroscuros y sombras llena de esperanza. Los tres ámbitos poseen contradicciones: el amor, las del cuerpo; la libertad, las del lenguaje y la verdad; la juventud, las derivadas de la decisión, de lo dejado atrás y de las de las heridas reales causadas. Todas ellas no pueden sino pertenecer a un triángulo en el que pasan, refrescan y se entretejen las canciones.
Esta segunda (que debería ser la primera en orden cronológico) se ambienta curiosamente en 1911.
Por último, Tiempos de juventud, la última, coincide eso sí con el último fragmento cronológico de todo el conjunto: 2005.
Hsien rompe abiertamente la cronología real (1911-1966-2005), para construir otra: 1966-1911-2005. Según este discurso, o según esta fórmula temporal, resultaría necesario reflexionar sobre el origen para poder reencontrar el presente. Ése es el recorrido del tiempo moderno en Oriente, o tal vez una posible solución para la circularidad del tiempo del mundo antiguo. No es ni mucho menos un mal modelo de cronología, en el que convergen los modelos occidental y oriental, y del que Occidente debería tomar nota. Una cronología en espiral de importantes consecuencias temáticas.
Y del mismo modo, también es importante la asignación de cada tema a su período. Amor en los años sesenta, Libertad a comienzos del siglo XX, Juventud como depósito de ilusión y fuerza en el presente.
Si bien la juventud es en el relato la más cercana y acorde con el tiempo contemporáneo, la libertad pasa por ser la más alejada: perdida en un ya muy lejano 1911 que se esconde en la noche de los tiempos. El amor, que abre el guión, queda en el centro del intervalo de la historia del siglo XX, como si el centro de la historia fuera precisamente el punto de partida del problema, y, consiguientemente, el problema fuera como conciliar el desencuentro del amor con los desvarios del mundo presente y la traición a la memoria.
En el amor, en su constante emergencia y en su intento de suspensión del tiempo, en su eterna paradoja de desencuentro, se juega la partida de la comprensión circular de nuestra vida, la sensación-emoción, que a pesar de estar en el centro siempre pierde el último tren. La libertad, por el contrario, en esta historia no llega siquiera a apercibirse de la llegada del tren. Y la juventud casi ciega y enferma debe pasar por el trance memorístico y por la toma de decisiones para encontrar la salida de un presente circular, en una autopista cargada de direcciones.
Pues bien, al final del relato-collage, las tres historias tienen algo en común: la pérdida y la fortuna simultáneas. El amor está nublado por el humo que no ve «cuándo se extingue la llama que lo sustenta». La libertad está cegada por la luz y otorga su preciado bien a costa de sacrificar las libertades más íntimas de quienes están más cerca, incapaz de ver el aquí, enganchada con el extramuros, ignorando incluso la fuerza de los seres más enamorados dentro de la muralla. La juventud, ahogada en un mar contemporáneo de opciones, no puede aglutinar todas las infinitas posibilidades que se abren en su futuro. Del mismo modo, no todo son pérdidas, sino fortunas: para el amor es el tiempo, que a cada paso otorga la posibilidad de una nueva elección; para la libertad, la esperanza posible de retomarlo todo. Para la juventud, su fuerza natural de decisión.
Por último tendría que decir que he visto, pero que también he escuchado, tres canciones en el mismo orden: la primera era una balada de rock de cuerpo entero; la segunda, una coral pianística y de planos medios cargada de razones dramáticas; la tercera, una melodía pop-grunge de primeros planos en un marco de claroscuros y sombras llena de esperanza. Los tres ámbitos poseen contradicciones: el amor, las del cuerpo; la libertad, las del lenguaje y la verdad; la juventud, las derivadas de la decisión, de lo dejado atrás y de las de las heridas reales causadas. Todas ellas no pueden sino pertenecer a un triángulo en el que pasan, refrescan y se entretejen las canciones.
La música es el único personaje común a todas las historias, el que pasa sin pedir permiso en todas ellas, sonando con las mismas o parecidas canciones en todos los relatos. La música conduce a ritmo de pedal al centro de la película: «Las lágrimas saben casi igual que la lluvia, pero cuando deja de llover hay que tragar saliva...».
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