Tebraa, retratos de mujeres saharauis. Colectivo de directoras andaluzas
En los últimos tiempos le he dedicado demasiado interés a deconstruir lo imaginario que nos envuelve, a la hipocresía de la ficción; en ese vuelo pendular cada vez se me iba quedando más difuminada la gravedad de la tierra, el espacio de posibilidad de la materia y la vida, no ya sólo en el choque o abandono de nuestros mundos difusos, en el suelo yermo de los buldozers sin cerebro de los ilusionistas, sino en la insospechada caída de las semillas del pasado, con su sentido daño, donde puedan surgir pequeños brotes de algo que se junta.
En efecto, a diferencia del colonizador trasplantado, el expulsado tiene la posibilidad de encontrar similares tierras fértiles, a pesar de las heridas de su memoria, porque le cabe la opción de buscar parecidos, de encontrar tierras familiares, terrenos donde recuperar los restos de las crisis (Al margen de la necesidad de exhibir las cicatrices de su memoria ante los jarrones de flores mustias sin raíces que han arrasado con su pasado.) Hay un caso especial con el que me siento especialmente vinculado en lo afectivo, porque he tenido la suerte de sentir su amable y honesto contacto, y es el del Sahara Occidental, ese humus dividido en tres espacios geográficos, con tres problemáticas territoriales diferentes. En la primera de esas divisiones, la de los territorios originales del Sáhara ocupados hoy por Marruecos, pastan las escavadoras de materias primas sobre la tortura de un pueblo que tiene paralizadas sus raíces, infértil bajo un manto de olvido y represión, donde nada de lo que pueda sembrar podría crecer para él, pues todo ello cae en el saco roto conocido por todos con el nombre de expolio y saqueo. Allí se da una forma de éxodo interior, el de quien se siente ajeno en su propia tierra, a pesar de ser ésta una tierra fértil. Por el contrario, en el caso de los otros dos espacios, el de los territorios liberados y el de la población de los campamentos de refugiados de la hammada, en Tinduf, la vida es una imposibilidad quimérica, por lo efímero de encontrar una tierra familiar en el terreno yermo de un desierto, por el extremo grado de carencia y vacío de su exilio forzado u obligado. En este caso, no sólo se le niega a este fragmento de pueblo la posibilidad de un encuentro con el origen, del encaje de sus viejas piezas entre sí, sino la posibilidad de un nuevo comienzo desde otras tierras familiares, cercanas al sentimiento y a la materia de la memoria, desde las que proyectar un regreso más rico y fuerte al pasado desde el presente y el futuro. En este caso, no hablamos ya de un florero lleno de flores mustias, que no saben cómo arraigar, sino de un manojo de hierbas estirpado sin deseo de su tierra y solidificado en un cínico humus de cemento para plantas vigorosas y felices amortajadas.
En mi caso, nunca he hallado una profundidad más honda que la mirada de uno de esos niños y mujeres saharauis de los campamentos, y pocas cosas me descomponen más que la injusticia que padecen. Es contra natura, un atentado contra la felicidad más profunda. Por eso, el documental de mujeres saharauís que nos ofrece este colectivo de mujeres andaluzas me hace volar hacia ese éxodo de las tierras, y a la necesidad de recuperar la potencia de su contacto, su tacto y la sutileza de su mirada. Un contacto que lanza las semillas hacia una imaginación de sueño eterno, de jaima y tormenta de arena.
Por cierto, para más información sobre Tebraa, retrato de mujeres saharauis, del colectivo de directoras andaluzas, adjunto este correo electrónico: nievuska@gmail.com
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