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La cocina del capitalismo, por Costa-Gavras



Desde 1969, año de estreno de
Z, Costa-Gavras ha mantenido un estilo de filmografía caracterizado por la denuncia y por hacer visibles ciertas estructuras veladas. Missing, quizás su más conmovedora película y claro referente del cine político de los años setenta, hizo consciente a toda una generación de las ejecuciones de ciudadanos chilenos durante la dictadura de Pinochet. A aquella película histórica le sucedieron otros filmes que ayudaron a configurar un estilo de cine de ficción documental al que se incorporarían más tarde directores como Oliver Stone o Ken Loach. Octogenario ya, Costa-Gavras vuelve a hacer patente en El capital su compromiso político y social, en un thriller basado en la novela homónima de Stéphane Osmont, antiguo alto funcionario del Ministerio de Economía francés. La novela, publicada en 2004, ponía ya en su momento de relieve las arbitrariedades del sistema financiero, las mismas que han conducido a la actual crisis económica mundial.

Jack Lemmon en un fotograma de Missing












En una de las entrevistas realizadas al director en la presentación de la película, Costa-Gavras afirmaba que Europa está gobernada por «bancos, accionistas y especuladores», en vez de por los políticos democráticamente elegidos. Precisamente los políticos que han ido desmontado el Estado del bienestar en pocos años serían simples títeres de la andanada reaccionaria que nos asola. Los políticos que nos seducen con programas políticos vacíos son en realidad sicarios de quienes nos imponen esta política neoliberal, seres completamente desconocidos como el protagonista de esta historia, Marc Tourneuil. Para Costa-Gavras «el cambio ha sido inmenso, los gobiernos han acabado siendo prisioneros de las juntas de accionistas de los bancos. Es un sistema perverso donde el poder ya no se basa en lo social, sino en la codicia de unos pocos». Por eso, el discurso del director se centra en los marionetistas de la obra, en hacer una descripción de los personajes que inventan tales productos financieros, las complejas matemáticas que desarrollan, sus criterios, sus escuelas, sus negocios de élite... 



Marc Tourneuil apoyado por la junta del banco Phenix










El capital es una crítica de un sistema en el que algunos se han enriquecido con operaciones que empobrecen día a día a la mayoría, a partir de decisiones que, trágicamente, no vulneran la legalidad, sino que solo aprovechan sus debilidades. En El capital saltan nombres de entidades que suenan en la mente del público general, como Goldman Sachs, banca de inversiones que hizo estallar la burbuja en Estados Unidos. En esta película se habla de reducción de los créditos a las pequeñas empresas, de despidos masivos, de especulación con productos financieros tóxicos, de blanqueo de dinero y, sobre todo, de imposición a los estados nacionales de ajustes en sus déficits mediante la deuda pública, la carga de los más desprotegidos, los recortes sociales y el desmantelamiento del Estado de bienestar. Nunca el capitalismo había tenido un juguete tan elaborado, un rodillo tan autónomo, cínico y ciego.

Fotograma de El capital
No obstante, y esta sería una de las ideas que subyacen en la película, hoy más que nunca es imprescindible ver al capitalismo no solo como una máquina sin control centrada en mercancías, servicios y productos financieros abstractos, sino como un mecanismo que se apodera en cierta medida de la personalidad de quienes vivimos en su seno. En El capital hallamos personas, además de estrategias. Quienes impulsan el automatismo se alimentan de esta situación sin miedo ni ansiedad, aunque tampoco puedan controlar nada, ya que los mercados funcionan al ritmo de la vanidad, la inutilidad y la avaricia. Destrucción creativa, lo llaman, pero es una avaricia sin formas de regulación, en la que todos vamos a la deriva.

Fotograma de El capital.
La ambición desmesurada, la deslealtad y el enriquecimiento se muestran como el juego excitante de unos desequilibrados ávidos de poder con ropas de financieros respetables. Los tiburones de las finanzas son conscientes de que su apuesta empujará a los trabajadores a un sistema esclavo. No obstante, se resisten a dejar de ser unos tipos indeseables. Tal vez Tourneil, el protagonista, pueda causar empatía a quien le considere un chico corriente que se hace hueco entre los poderosos e incluso puede tomarse la revancha. No obstante, lejos de ser un posible héroe popular, Tourneil es un villano con aires de revancha que puede vengarse y asumir como salida la ley del más fuerte, la del dinero, algo que, lamentablemente, tiene también más atractivo social que la imagen del simple héroe popular (un héroe que no carece tampoco de contradicciones, como ya se atrevió a apuntar John Lennon en su célebre canción) .



Para Costa-Gavras, no hay que esperar un Robin Hood, sino comprometerse a mostrarle al poder una obviedad: que la gente no está contenta; que son las personas, no las entidades, las que verdaderamente importan.  Es necesario estar ciego en el interior del propio narcisismo para pasar por alto que los mecanismos del capitalismo financiero obtienen dinero a partir del dinero y funcionan en contra de la riqueza real de la sociedad, sin contribuir a su producción. Esta es precisamente la base de la antropología que subyace a la teoría económica de Marx: lo que rechaza el capitalismo es la vida, la necesidad, todo lo que en última instancia queda fuera de su mecanismo de acumulación. Y lo que queda en sus manos depende de un azar de casino, según unas consecuencias que ya Marx pusiera de manifiesto en su reconocida obra, pues «el capital solo puede revivir haciendo de vampiro del trabajo vivo».


En el fondo, somos rehenes y esclavos del capital por su mecanismo, pero también por las personas que enloquecen en su seno. Por una parte, estamos expuestos al sistema y nos tambaleamos cuando él se tambalea. La idea de que «los perdedores cada día pierden más y los ganadores cada día ganan más» se muestra nítidamente en una escena cinematográfica que quedará para la historia con la imagen del triángulo de ese juego de consecuencias: el capitalismo «sangra a la gente tres veces», mediante los despidos que reclama la Bolsa, explotando la ruina y el desahucio de los clientes de los propios bancos, y mediante la deuda y los recortes que los estados cargan sobre el ciudadano. El trabajador, el cliente y el ciudadano son las tres caras de un mismo personaje que recibe en último extremo la arbitrariedad del mecanismo, y la evidencia de que nadie ni nada está libre de su amenaza.

Arte político en el Mayo de 1968
Pero, por otra parte, nada esconde la insólita aceptación social de la avaricia como «lógica necesaria» del sistema financiero. Costa Gavras termina apelando directamente al público en su película, en boca del presidente del Phenix francés: «Somos el Robin Hood moderno, robamos a los pobres para entregárselo a los ricos. Antes de que todo estalle». Los perdedores de la Bolsa nos convencen de que estamos en apuros, que ellos mismos causaron... Nos hacen creer que obedeciendo y sufriendo nos salvaremos. Más tarde nos muestran que ellos, y aspirar a ser como ellos, es la solución. Escucharlos es el paso anterior a estar perdido, la entrada en el proceso de resignación y perversión de nuestra sociedad. Es difícil de tragar que se eliminen todos los avances logrados con sangre, sudor y lágrimas, pero todavía más que «nos esforcemos en creer en los desaprensivos». No podemos ceder a la tentación de dar por inevitable el engaño, aunque los bancos se hundan, aunque no fluya el crédito y no se frene el colapso. No podemos vivir anestesiados por una banalidad que nos evade solo momentáneamente de nuestra verdadera impotencia, la de superar el shock, aunque sea con migajas.

El capital, de Costa-Gavras, es una ficción, pero ofrece un relato especialmente verosímil que nos sitúa en el punto crítico de cualquiera de nuestras pesadillas: ¿Cómo salir del bucle una vez fuera del cine? Ciertamente, nadie nos puede salvar, y menos aquellos que cocinan en los fuegos de este cuadro que Costa-Gravras nos brinda a la contemplación. ¿Quién nos podría ayudar? Ni siquiera bastaría con aprenderse de memoria las claves de está película o las de los diferentes libros de economía que se multiplican hoy y compiten con fuerza con otros productos ante la crisis. Como bien han demostrado los últimos movimientos de protesta en todo el mundo, sólo la dignidad y el respeto, que comienzan con un llamamiento a la cordura y pasan por el propio respeto de uno mismo, de la vida y de la sociedad, pueden servir como referente para superar la mera contemplación de lo que está pasando hoy.   Esta ficción no puede limitarse a unas horas de catarsis. Tenemos que conseguir abandonar todo tipo de argumentos culpabilizadores, faltos de esperanza y dominados por la amenaza de quienes nos hacen creer que el mecanismo capitalista se soporta sobre lo dado. No es verdad que cualquiera de nuestras actitudes carecería de existencia sin la omnipotencia y la ceguera del capitalismo. Es incierto que la historia de los movimientos sociales o de las internacionales estuviera condenada al relato del agujero negro del capitalismo y a su connivencia con él. No es cierto que la actual globalización sea el resultado natural del pasado, sino más bien sólo una banal globalización del mercado.

Grafitti encontrado en la calle.
(Fotografía de Tomás Caballero.)
¿Qué queda entonces al final de El capital? La respuesta a esta pregunta depende de la idea que tengamos del cine en cuanto elemento de producción capitalista, de si es capaz o no de salir de las redes en que él mismo se teje y de ejercer una crítica y una posible autocrítica. Hay un viejo tópico que ha circulado durante décadas en las universidades de comunicación de todo el mundo, según el cual la producción cinematográfica, desde los clásicos hasta las producciones más modernas, termina siempre aprovechándose de las propias miserias de las que trata, y el sistema capitalista manejando su modestia y superficializando sus tesis. Una lectura parcial de cualquier ejemplo de película que ataque los métodos, las convicciones ideológicas y, especialmente, las desalmadas estrategias del negocio capitalista, no nos puede obligar a pensar en que detrás de toda película solo hay una industria inclinada a la explotación de las ideas que circulan en la sociedad, incluidas aquellas que contienen una crítica a su propia naturaleza depredadora.

El cine también se mira a la cara a sí mismo,
en otra de las escenas más reveladoras de El capital
El cine no es una amenaza para el capitalismo, ni siquiera un desencadenante de movilizaciones de masas (probablemente nadie querría eso), pero tampoco podemos autocensurar sus temas o sus contenidos, ni dejar de poner en su justo lugar las posibilidades de conocimiento que nos ofrece: la pantalla no solo conduce a actitudes ingenuas, evasivas, pasivas o resignadas. No podemos dejar de reflexionar, por ejemplo, sobre las miserias de la cocina del capital e incluso observar el callejón sin salida que nos plantea esta película, ni siquiera en el caso de que fuera objeto de una taquilla millonaria. Siempre existe una toma de decisión o de posición en todo lo que vemos y hacemos, tanto por parte del lector como por parte del autor, y no necesariamente consiste en reducir el matiz a la superficialización, o su singularidad a la comercialización del producto, dada por los envases o por la dulcificación del tema que ofrece la crítica oficial o los canales de comunicación. En último extremo, el tema no es propiedad de nadie, ni siquiera del autor, y menos de los agentes económicos que lo envuelven y lo distribuyen. Como tampoco es propiedad de nadie ni la imagen ni la materia última de quienes sufren los desmanes del capitalismo. Estas son objeto, justamente, de nuestra propia toma de posición en el mundo.
Costa-Gavras

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