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Diálogo sobre fondos y transparencias. Patricio Reig, Piramidon, 2010













Interesado en su última exposición fotográfica, decido visitar el centro de arte contemporáneo Piramidon, nombre que en principio me trae ecos de la medicina de mi infancia, pero que enseguida asocio a la decimosexta planta de un edificio con vistas a una potente panorámica de Barcelona. Allí, en capillas, voy pasando entre temas entrecortados y sesudos, y sobre vapores y corros intercambio ideas con Patricio Reig y dos aristas más. Reig tiene ya una trayectoria internacional de hace más de veinte años, y en los últimos tiempos ha recalado en la fotografía como elemento expresivo primordial. He visto su atelier y una muestra de sus obras, que actualmente se expone en Barcelona. Hablamos de la figura del artista profesional, del territorio que tiene a su cargo, del campo laborioso que le ocupa, pero también de los artistas aficionados y amateurs, de la importancia (que yo le sugiero) de realizar un descenso hasta su momento embrionario para observar la raíz del impulso creador (pues ésa es su base). Y todo ello aunque podamos seguir el ascenso del artista profesional (que con el me interpela) hasta su frecuente culminación, eso sí, en la soledad de un salón privado para la obra, o en un almacén a la espera de exposición. Las dos trayectorias circulan en direcciones opuestas: un trabajo modelado, pero engullido en la compra del coleccionista, o sometido a la inexistencia, y un trabajo en bruto, que bebe de la raíz del arte, da cuerpo a su existencia, y, sin modelación e intercambio, queda expuesto a las corrientes de aire, a la fugacidad, al silencio.


En cuanto a una de mis grandes obsesiones, sin saberlo él, me dice que la obra muestra fragmentos de una persona (el artista), y que en ella se muestra algo de su vida personal, y que por eso el efecto que pueda producir en el espectador no es determinante en el trabajo artesano del artista, puesto que sería imposible contemplar en una obra la infinitud de lecturas y de impresiones que ésta puede producir: «La entrega es una pérdida», parece decir. Ante su reflexión, entiendo que el artista envuelve su mundo para darle forma, para hacer habitable la realidad material que le rodea y para reapropiarse de un territorio de vida donde pueda vivir, en una zona liberada, por así decirlo.

Pero me completa la observación diciendo que, no obstante, «una vez la obra se desprende de la mano del artista, éste pierde el control de su trabajo», y de nuevo se ve reterritorializado ante su acción artística. Además, en la otra cara, por parte del receptor del arte, no siempre se produce el relevo, ni la recuperación de ese territorio o de ese mundo escondido o latente en una obra (y, si se da, no se sabe cuándo). «El hombre de Nietzsche o su superhombre no son de este mundo», me dice.

Le añado que, de todas formas, muchos artistas contemplan y han contemplado en su obra ese efecto de recepción, incluso la deriva posterior de la obra, jugando con la inercia de la distorsión final. Y me afirma que le gustaría que sus obras se criaran como buenos hijos, pero que las obras no se sabe dónde acaban, y que generalmente acaban calladas o llenas de un valor que tal vez no sea el buscado por el artista. El arte lo compra quien puede comprarlo, y quien puede comprarlo lo inviste.

(En ese momento, comienzo a pensar que esta investidura es así por obra y gracia de una apropiación de los restos culturales de la sociedad, de la rebusca de unas sobras que el dinero no habría nunca podido producir, sino sólo comprar, y me parece que ésa es precisamente la matriz del dispositivo cultural, así como la clave de la regulación y la dosificación que lleva a cabo quien domina, la acumulación del producto excedente al que nunca habría podido acceder sin almacenarlo, envolverlo y empaquetarlo como misterio o amenaza. Ésa es la cadena de la hegemonía cultural: poseer una y otra vez lo que el dominio económico una y otra vez segrega, acumular nuevamente la reserva potencial del ser humano, puesto que lo acumulado no avanza, y el resto sobrevive cuanto puede).



Despierto de mi elucubración con otra idea del artista sobre la mínima importancia del arte en comparación con otros objetos de consumo; hablamos del automóvil, y tiene razón. En el mercado, un buen coche gana por goleada al arte. En eso estamos de acuerdo.

Pero le pregunto por su trabajo, que es, a fin de cuentas, lo que más me interesa de todo. Veo densidad de holograma en sus fotografías, una cierta profundidad casi escultórica, algo con un doble fondo parecido a un decorado. «¿Y te parece poco un decorado…?», me comenta. Dice que sus fotografías son casi un objeto, que con ellas posiblemente entregue un objeto. Que una fotografía es una mirada, un trabajo del aquí y del ahora. Pero me parece que hay algo más: le digo que me interesan los fondos de sus obras, que me sugieren una trastienda en la que se cuecen cosas, textos, murmullos como de unos escenarios intermitentes, de personajes difusos que parecen tejer algo no del todo perceptible. No le digo que eso es algo que en la primera superficie de sus fotografías no se aprecia, en ese espacio semiparado, a cámara lenta y medio dormido de su foto impresa en una superficie transparente, sólo a trazos consciente. Sus fotos parecen mostrar un velo impreso con imágenes de gran factura estética, de extremo romanticismo y resonancias en las primeras fotografías de la historia, pero tras su transparente velo zizzagea un rumor de fondo que aparece a ráfagas, a un lado y otro del velo. Me dice que todo tiene sentido en su trabajo, incluidos esos fondos, pero abre un paréntesis de intimidad sobre ese tema, como si quisiera seguir manteniendo en secreto esa intermitencia, y unos minutos después parece remitir a la memoria, a la potencia del documento, algo que más tarde en su taller puedo ver acumulado en montones de fotografías y materiales pendientes de entrar en escena, como fuente de permanente repesca de recuerdos y datos actualizados, a la espera de ser comprimidos tras el velo de un tamiz fotográfico primario para quedar superpuestos en el fondo agitado de alguna de sus obras.


Dice que está convencido de la necesidad de jugar con lo que tiene cerca, con la cualidad humana de lo que le rodea, más que con ideas imaginarias, de otro mundo o ilusiones desconocidas; pienso en el material documental recogido en su taller, ordenado y pulcramente guardado. Le pregunto si esa limitación de lo cercano no sería tal vez la opción por la riqueza de la misma materia artística, la potencia de la resistencia al modelado, a la definición artística que reside en cualquier obra, su precariedad y su potencia simultáneas. Entonces recuerdo que antes ya me había indicado el tipo de límites que a él le gusta emplear: precisamente los de trabajar en el espacio y en el tiempo de las treinta y seis fotografías de una cámara analógica. Además, al comienzo de nuestra conversación, confesaba sentirse perdido con la confusión de tantos pixeles y con la inmensa capacidad de almacenamiento digital de las cámaras fotográficas. No obstante, un poco antes de irme me confiesa que se muestra optimista con las capacidades comunicativas de la blogosfera, y justo éste es el punto en el que podemos estar más conectados.



De blog a blogphoto, y tiro porque lo merece, a continuación tenéis una muestra de obra fotográfica, y más abajo la información del lugar físico dónde podéis visitar su trabajo, si os apetece, hasta el mes de enero.

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